(a la primera parte)
Carne y sangre, es lo único que me importa. Por desgracia no puedo tomarlas, ni aun cuando el ojo de la Madre está visible en el cielo, en ese momento es cuando debería poder ser feliz y tomar lo que deseo. Pero debo obedecer a mi padre, que me trata como a un siervo.
Paso cada día reteniéndome, atemorizado de cometer un error que revele mi auténtico rostro a la gente de la aldea. Pero son ellos los que deberían temerme, soy el favorito de la Madre. Cuando ella me mira, me transformo en su bestia de caza. Tengo las astas del ciervo, los colmillos del lobo y las garras del oso, no me hacen daño los golpes y puedo correr tras mi presa toda la noche.
Cada vez que la luna llena visita el cielo, mi padre me encadena en el sótano. El olor de la carne. Hombres, mujeres, niños, llega hasta mi, pero no puedo hacer nada salvo retorcerme y tratar de escapar. Eso cambió hace tres días.
Llegaron a mi pueblo soldados del imperio. Hombres forrados de metal provenientes del oeste, guerreros que conquistaron estas tierras en los tiempos de mi bisabuelo. Un grupo de ellos de se quedó aquí en nuestra aldea, apenas diez, aquel día sentí algo distinto en mi padre.
Esa misma noche comenzaba el plenilunio, pero cuando regresé a casa desde el campo, mi padre no estaba en casa. No había nadie para encadenarme, casi lo hago yo mismo porque cuando has sido esclavo tanto tiempo no sabes que hacer con la libertad. Pero no lo hice, comprendí los deseos de mi padre, comprendí que había estado reservando mi furia para cuando de verdad hiciera falta.
De noche, sentí la caricia de La Madre, escuché sus susurros y promesas, pero sabiendo que esta vez, los tendría. El dolor es grande cuando mi cuerpo cambia, sangre y jirones de piel quedan esparcidos por todas partes, en ese estado solo puedo calmar mi sufrimiento devorando algo vivo.
Derribé la puerta de mi casa, aullando. No había nadie en las calles, solo podía verse una luz en una de las casas, la posada donde se habían hospedados los soldados extranjeros. Corrí sobre mis cuatro garras hasta el edificio y salté, atravesando la ventana. Caí sobre uno de los hombres, que estaba de espaldas a ella, le mordí el cuello y le partí de una vez todas las vértebras. La sangre, la carne...Eran deliciosas, pero lo mejor era contemplar los rostros de miedo de sus compañeros, sorprendidos, confusos, aterrados.
Me abalancé sobre otro, le desgarré la garganta y bebí de la herida. Sentí como me apuñalaban la espalda, pero esas pequeñas heridas no podían detenerme, cuando acabé con mi segunda presa me giré para devorar al resto. Entonces uno de los hombres me arrojó por encima las brasas ardientes de la chimenea, era alto y moreno, con los rasgos de la gente de mi raza. Un maldito traidor.
el acero y la piedra no pueden nada contra mi, pero el fuego si. Aullé de dolor y huí, no recuerdo cuanto tiempo estuve corriendo. Desperté en las colinas al amanecer, regresé de nuevo al pueblo, esta vez como hombre y observé desde la linde del bosque como los supervivientes de mi ataque forzaban a mis vecinos a abandonar sus casas, luego les prendían fuego a todas y se marchaban a paso ligero, por las colinas, evitando el bosque.
Les seguí desde una distancia prudencial y aquella noche volví a atacarles, esta vez no me dejé amilanar por el fuego que usaron en mi contra, aquella noche maté a tres de ellos. El resto solo pudo escapar porque mi hambre era tal que me paré a devorar a los caídos.
Me oculté durante el día. Supe que el traidor les había hablado a los que quedaban de mi naturaleza y querrían matarme cuando estoy indefenso, varias veces estuvieron cerca de dar conmigo, pero les eludí.
Cuando llego la noche, fueron ellos quienes trataron de escapar de mi. Pero les dí alcance y les forcé a entrar en el bosque, uno a uno les atrapé y devoré, a todos menos el traidor. Un hombre listo que sabía que su armadura y su escudo no le servirían contra mi, y los había abandonado para que no le estorbaran.
Pero al final, ni eso evitó que le diese alcance, salté sobre el. Pero en mi ansia de venganza no reparé en la luz del día que ya empezaba a verse. Mientras forcejeábamos, me di cuenta de que poco a poco se imponía a mi. La luna se había marchado y el traidor, sujetándome me dio una puñalada en el brazo, me habría dado otra en el corazón si no hubiera logrado zafarme de el.
Ahora corro de mi antigua presa, Madre, trae la noche, Madre, trae la luna llena!
No me abandones.